Este es el segundo de seis artículos agrupados bajo el título “La enfermedad y sus causas”, constituyen uno de los primeros eslabones en la considerable serie de escritos de Elena G. de White acerca del tema de la salud.
El lector debe tener en cuenta las condiciones que existían en el ámbito de la práctica médica cuando se prepararon estos artículos. Especialmente el último artículo debe leerse a la luz de las condiciones que prevalecían en el tiempo cuando fue escrito.
Los seres humanos crean apetitos antinaturales al complacer el hábito de consumir alimentos condimentados en demasía, especialmente carnes con salsas fuertes, y al ingerir bebidas estimulantes como el té y el café. El organismo se afiebra, los órganos de la digestión se dañan, las facultades mentales se entorpecen, y las pasiones interiores se excitan y predominan sobre las facultades más nobles. El apetito se torna más antinatural y más difícil de ser dominado. La circulación de la sangre es irregular y el fluido vital se torna impuro. Todo el organismo queda perturbado, las exigencias del apetito se hacen más irrazonables, y éste desea intensamente cosas excitantes y perjudiciales, hasta que se deprava por completo.
En muchas personas, el apetito exige el tabaco repugnante y la cerveza fuerte, enriquecida por mixturas venenosas y destructoras de la salud. Muchos no se detienen ni aun aquí. Sus apetitos pervertidos piden bebidas más fuertes, que ejercen un efecto más perturbador aún sobre el cerebro. Así es como se entregan a toda clase de excesos, hasta que el apetito ejerce un completo control sobre la mente; y el hombre formado a la imagen de su Creador se rebaja a un nivel inferior al de las bestias. La virilidad y el honor son igualmente sacrificados en el altar del apetito. Se requirió tiempo para entorpecer las sensibilidades de la mente. Esto se llevó a cabo gradual pero seguramente. La complacencia del apetito que exigía primero alimento muy condimentado, creó un apetito mórbido y preparó el camino para toda clase de complacencia, hasta que la mente y el intelecto fueron sacrificados a la concupiscencia.
Muchas personas se han casado sin haber adquirido una propiedad, y sin haber recibido una herencia. No poseían fortaleza física o energía mental para adquirir una propiedad. Y han sido precisamente éstos los que han tenido apuro por casarse, y los que han asumido responsabilidades cuya importancia desconocían. No poseían sentimientos nobles y elevados, ni tenían idea de lo que era el deber de esposo y padre, y de lo que les costaría satisfacer las necesidades de una familia. Y no manifestaron mejor juicio en el aumento de su familia del que tuvieron en sus transacciones comerciales. Los que tienen serias deficiencias en su capacidad para los negocios y que están menos capacitados para abrirse paso en el mundo, por lo general llenan su casa de niños; mientras que los hombres que tienen habilidad para adquirir propiedades generalmente no tienen más hijos de los que pueden criar adecuadamente. Los que no están calificados para cuidar de sí mismos no deberían tener hijos. Ha sido el caso que la numerosa prole de estos pobres seres queda abandonada para crecer como los brutos. Estos hijos no son alimentados ni vestidos adecuadamente, y no reciben educación física ni mental; y para estos padres y estos hijos no hay nada que sea sagrado en la palabra empeñada o en el hogar.
La institución del matrimonio fue ideada por el cielo para que fuese una bendición para el hombre; pero en un sentido general se la ha sometido a tantos abusos, que se ha convertido en una temible maldición. La mayor parte de los hombres y las mujeres, frente al matrimonio, ha actuado como si la única cosa digna de tomarse en cuenta fuese el hecho de si se amaban o no. Pero deberían comprender que su matrimonio implica una responsabilidad mucho mayor que esto. Deberían considerar si sus hijos tendrán salud física y poder mental y moral. Pero pocos han obrado teniendo en cuenta las consideraciones más elevadas: que tienen responsabilidades ineludibles con la sociedad y que el peso de la influencia de su familia puede gravitar en el platillo superior o inferior de la balanza.
La sociedad está integrada por familias. Y los jefes de las familias son responsables del modelamiento de la sociedad. Si los que contraen matrimonio sin las debidas consideraciones fueran los únicos que sufren, en ese caso el mal no sería tan grande, y su pecado sería comparativamente pequeño. Pero la desgracia que surge de los matrimonios infelices se extiende a todos los hijos de esas uniones. Les imponen una vida miserable, y aunque son inocentes sufren las consecuencias de la conducta desconsiderada de sus padres. Los hombres y las mujeres no tienen derecho de actuar impulsivamente o bajo el influjo de una pasión ciega, cuando se trata del matrimonio, y luego traer al mundo hijos inocentes que por diversas causas llegarán a comprender que la vida tiene poquísimo gozo y muy poca felicidad, y que por lo tanto constituye una carga.
Los hijos por lo general heredan los rasgos de carácter de sus padres, y en adición a todo esto muchos crecen sin experimentar una influencia compensadora. Con gran frecuencia viven amontonados en medio de la pobreza y la suciedad. En ese ambiente y con tales ejemplos, ¿qué podría esperarse de los hijos cuando les toca actuar en la vida, sino que se hundan aun más abajo que sus padres en la escala de los valores morales, y que sus deficiencias en todo sentido sean más evidentes que las de éstos? Así es como estas personas han perpetuado sus deficiencias y han maldecido a su posteridad con la pobreza, la imbecilidad y la degradación. No deberían haberse casado. O por lo menos, no deberían haber traído al mundo hijos inocentes para que compartiesen su miseria, y para transmitir de generación a generación, sus propias deficiencias cada vez con mayor desgracia, lo que constituye una de las grandes causas de la depravación de la humanidad..
Si las mujeres de las generaciones pasadas siempre hubiesen actuado teniendo en cuenta las consideraciones más elevadas, si siempre hubiesen comprendido que las generaciones futuras serían ennoblecidas o rebajadas por su conducta, habrían decidido que no podrían unir sus vidas a la vida de hombres que tenían un apetito antinatural por las bebidas alcohólicas y el tabaco, los que constituyen venenos de acción lenta pero segura y mortal, que debilitan el sistema nervioso y rebajan las facultades nobles de la mente. Si los hombres insistían en conservar esos malos hábitos, las mujeres deberían haberlos dejado en su bendita soltería para que disfrutasen de esos compañeros de su elección [el alcohol y el tabaco]. Las mujeres no deberían haberse considerado de tan escaso valor como para unir su destino al de hombres que no tenían control sobre sus apetitos, pero cuya felicidad principal consistía en comer, beber y gratificar sus pasiones animales. Las mujeres no siempre han seguido los dictados de la razón y en cambio han obrado por impulso. No han sentido en elevado grado las responsabilidades que descansaban sobre ellas y según las cuales debían elegir compañeros para la vida que no estamparan sobre sus hijos un grado de baja moralidad y una pasión por gratificar los apetitos pervertidos a expensas de la salud y hasta de la vida. Dios las tendrá por responsables en gran medida por la salud física y el carácter moral que de este modo han transmitido a las generaciones futuras.
Los hombres y las mujeres que han corrompido sus cuerpos mediante hábitos disolutos, también han rebajado sus intelectos y han destruido la delicada sensibilidad del alma. Muchas personas que han pertenecido a esta clase se han casado y han transmitido a su hijos las taras de su propia debilidad física y de su moral depravada. La complacencia de las pasiones animales y de la tosca sensualidad han constituido características notables de su posteridad, que se ha ido rebajando de una generación a otra, aumentando las miserias humanas a un grado terrible y apresurando la depreciación de la raza.
Hombres y mujeres que han enfermado, en su relación matrimonial han pensado con frecuencia egoístamente tan sólo en su propia felicidad. No han considerado seriamente la cuestión desde el punto de vista de los principios nobles y elevados y no han razonado que lo único que podían esperar de su posteridad era una energía corporal y mental disminuida, que no elevaría a la sociedad sino que la hundiría aún más.
Hombres enfermos con frecuencia han ganado los afectos de mujeres que aparentemente estaban sanas, y porque se amaban mutuamente se sentían con total libertad de casarse, sin que uno ni otro considerasen que mediante su unión la esposa tendría que soportar sufrimiento a causa de la enfermedad del marido. En muchos casos mejora la salud del esposo enfermo, en tanto que la esposa queda afectada por la enfermedad. El vive en gran medida de la vitalidad de ella y ella pronto se queja de una salud desmejorada. El prolonga sus días acortando los de su esposa. Los que se casan estando en estas condiciones pecan, porque consideran livianamente la salud y la vida que Dios les da para que las utilicen para su gloria. Si esto afectase únicamente a los que participan en el matrimonio, el pecado no sería tan grande. Pero obligan a sus hijos a sufrir a causa de las enfermedades que les transmiten. Así es como la enfermedad se ha perpetuado en una generación tras otra. Y muchos arrojan sobre Dios todo el peso de su miseria humana, cuando ha sido su conducta equivocada la que ha producido ese resultado inevitable. Han dado a la sociedad una raza debilitada, y han hecho su parte para deteriorar a la humanidad al hacer que la enfermedad fuera hereditaria, con todo lo cual el sufrimiento humano se ha acrecentado.
Otra causa de la deficiencia de la generación actual en lo que concierne a la fortaleza física y al poder moral, la constituyen los casamientos entre hombres y mujeres cuyas edades varían ampliamente. Es frecuente que hombres viejos elijan a mujeres jóvenes para casarse con ellas. Con esto, a menudo la vida del esposo se ha prolongado en tanto que la mujer ha tenido que sentir la falta de esa vitalidad que ha impartido a su esposo anciano. Ninguna mujer ha tenido el deber de sacrificar la vida y la salud aun cuando amara a un hombre mucho mayor que ella, y estuviera dispuesta a realizar tal sacrificio. Debería haber controlado sus afectos. Habría tenido que tomar en cuenta consideraciones más elevadas que sus intereses personales. Habría tenido que pensar en cuál sería la condición de los hijos que nacerían de tal unión. Peor es aún que los jóvenes se casen con mujeres considerablemente mayores que ellos. Los hijos de tales uniones, cuando las edades difieren ampliamente, con frecuencia han tenido mentes desequilibradas. También su fuerza física ha sido deficiente. En tales familias se han manifestado rasgos de carácter alterados, peculiares y hasta penosos. [Los hijos] suelen morir prematuramente, y los que llegan a la madurez, en muchos casos son deficientes en su fuerza física, en su poder mental y en su dignidad moral.
En esos casos el padre pocas veces está preparado, a causa de sus facultades menguantes, para educar a su familia en forma adecuada. Esos hijos tienen rasgos de carácter peculiares que necesitan constantemente una influencia contrarrestadora, sin la cual irían a una ruina inevitable. No se los educa correctamente. Su disciplina con gran frecuencia ha sida dictada por el impulso, a causa de la edad del padre. Este ha estado sujeto a sentimientos cambiantes. Una vez ha sido indulgente en demasía, mientras que otras ha sido excesivamente severo. En algunas de esas familias todas las cosas andan mal y la desdicha doméstica ha aumentado enormemente. Así es como se ha arrojado al mundo una clase de seres que han sido una carga para la sociedad. Sus padres eran responsables en gran medida por el carácter desarrollado por sus hijos, el que se transmite de generación en generación.
Los que aumentan el número de su familia, cuando si consultasen su razón sabrían que los hijos heredarán debilidad física y mental, son transgresores de los últimos seis preceptos de la ley de Dios que especifican el deber del hombre hacia sus semejantes. Hacen su parte en aumentar la degeneración de la humanidad y en hundir más abajo la sociedad, con lo cual perjudican a su prójimo. Si Dios considera de esta manera los derechos del prójimo, ¿no se preocupa de una relación más estrecha y más sagrada? Si ni un gorrión cae sin que él lo advierta, ¿no se preocupará de los niños nacidos en el mundo, enfermos física y mentalmente, y que sufren en mayor o menor grado durante toda su vida? ¿No pedirá cuenta a sus padres, a los que ha dado la facultad de la razón, por desentenderse de ella y por convertirse en esclavos de la pasión cuando, como resultado de ello, las generaciones posteriores tendrán que llevar la marca de sus deficiencias físicas, mentales y morales? Además del sufrimiento a que someten a sus hijos, no tienen nada para legarles, a no ser la pobreza. No pueden educarlos, y muchos ni siquiera ven la necesidad de ello, y aunque la vieran tampoco podrían encontrar tiempo para educarlos, para instruirlos y para atenuar tanto como fuera posible la odiosa herencia que les han transmitido. Los padres no deberían aumentar sus familias, a no ser que sepan que pueden atender y educar bien a sus hijos. Un hijo en los brazos de la madre un año tras otro constituye una gran injusticia cometida contra ella. Disminuye, y a menudo aniquila el goce proporcionado por la vida social, y aumenta las penurias domésticas. Priva a los hijos del cuidado y la educación que los padres deberían considerar como su deber impartirles.
El esposo viola el voto matrimonial y los deberes que le impone la Palabra de Dios, cuando desatiende la salud y la felicidad de su esposa al aumentar sus cargas y sus cuidados a causa de una familia numerosa. “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”. Efesios 5:25. “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia”. Efesios 5:28, 29.
Este mandato divino es casi enteramente desatendido, aun por los cristianos profesos. Dondequiera que se mire pueden verse mujeres pálidas, enfermas, agobiadas de inquietud, abatidas, descorazonadas y desanimadas. Por regla general trabajan en exceso, y sus energías vitales están exhaustas debido a los frecuentes alumbramientos. El mundo está lleno de seres humanos que carecen de valor para la sociedad. Muchos tienen un intelecto deficiente, y muchos que poseen talentos naturales no los emplean para ningún propósito beneficioso. Carecen de cultura, y la razón de esto consiste en que los hijos se han multiplicado más rápido de lo que los padres podían educarlos adecuadamente, y por lo tanto han quedado abandonados como bestias.
En esta época, los hijos están sufriendo juntamente con sus padres, en mayor o en menor grado, la penalidad de la violación de las leyes de la salud. La conducta que en general han seguido, desde su infancia, se opone continuamente a las leyes que gobiernan su organismo. Se los obligó a recibir una herencia miserable de enfermedad y debilidad, antes de su nacimiento, ocasionada por los malos hábitos de sus padres, lo cual los afectará en mayor o menor medida durante toda su vida. Este estado inconveniente de cosas es empeorado en todo sentido por los padres que prosiguen una conducta errada en la educación física de sus hijos durante toda su infancia.
Los padres manifiestan una ignorancia, una indiferencia y un descuido asombrosos en lo que respecta a la salud física de sus hijos, lo cual con frecuencia resulta en la destrucción de la escasa vitalidad dejada a los niños a quienes se ha sometido a abusos, con lo cual se los envía prematuramente a la tumba. Con frecuencia se oye a los padres lamentarse por la providencia de Dios que ha arrancado a sus hijos de sus brazos. Nuestro Padre celestial es demasiado sabio para errar, y es demasiado bueno como para causarnos un mal. No se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Miles de hijos han sido arruinados para toda la vida debido a que sus padres no han obrado de acuerdo con las leyes de la salud. Han actuado por impulso en lugar de seguir los dictados del juicio serio, y en vez de tomar en cuenta constantemente el bienestar futuro de sus hijos.
El primer gran objetivo que debe alcanzarse en la educación de los hijos es una constitución vigorosa que los preparará en gran medida para la educación mental y moral. La salud física y moral están estrechamente unidas. Qué enorme responsabilidad descansa sobre los padres cuando consideramos que la conducta que siguen antes del nacimiento de sus hijos tiene mucho que ver con el desarrollo de su carácter después del nacimiento.
Se permite que muchos niños crezcan con menos atención de sus padres que la que un buen agricultor dedica a sus animales. Especialmente los padres son culpables a menudo de prestar menos atención a su esposa y sus hijos que la que prestan a su ganado. Un agricultor compasivo dedicará tiempo y consideración especial a la forma más adecuada de atender su ganado, y tendrá cuidado de que sus valiosos caballos no trabajen en exceso, que no coman en demasía ni cuando están acalorados, a fin de que no se arruinen. Dedicará tiempo y cuidado a sus animales para que no sean dañados por el descuido, por permanecer a la intemperie o por un trato inadecuado, todo lo cual disminuiría el valor de su ganado joven. Les dará comida a horas regulares y sabrá la cantidad de trabajo que pueden llevar a cabo sin dañarlos. Con el fin de cumplir esto les proporcionará únicamente el alimento más saludable, en la cantidad debida y a las horas adecuadas. Los agricultores que de este modo siguen los dictados de la razón, consiguen conservar las fuerzas de sus bestias. Si el interés de cada padre por su esposa y sus hijos correspondiera a ese cuidado manifestado por su ganado, en la medida en que sus vidas son más valiosas que las de los animales, habría una completa reforma en cada familia, y la miseria humana sería mucho menor.
Los padres deberían ejercer el mayor cuidado en proporcionar a sus hijos y a sí mismos los alimentos más saludables. Y en ningún caso deberían ofrecer a sus hijos alimentos que su razón les enseña que no promoverán la buena salud, sino que afiebrarán el organismo y perturbarán los órganos digestivos. Los padres no hacen un estudio que va de las causas a los efectos en lo que atañe a sus hijos, como lo hacen en el caso de sus animales, y no razonan que el trabajo excesivo, que el comer después del ejercicio violento y cuando se está muy cansado y acalorado, dañará la salud de los seres humanos tanto como la salud de los animales, y colocará el fundamento de una constitución débil en el hombre tanto como en las bestias.
Si los padres o los hijos comen con frecuencia, irregularmente y en demasía, aun los alimentos más saludables, esto dañará su constitución; pero además de esto, si el alimento es de mala calidad y si está preparado con grasas y con especias indigeribles, el resultado será mucho más perjudicial. Los órganos digestivos serán recargados gravemente y la naturaleza exhausta tendrá poquísima oportunidad de descanso y de recuperar sus fuerzas, con lo cual los órganos vitales no tardarán en ser dañados y en enfermar. Si se considera que el cuidado y la regularidad son necesarios para los animales, son más esenciales aún para los seres humanos formados a la imagen de su Creador, porque ellos son de más valor que los seres irracionales.
En muchos casos el padre actúa con menos raciocinio y tiene menos cuidado de su esposa y sus hijos, antes de su nacimiento, que el que manifiesta por su ganado con cría pequeña. En muchos casos se deja que la madre, antes del nacimiento de sus hijos, trabaje desde la mañana hasta la noche, afiebrando su sangre, mientras prepara diversos platos perjudiciales para la salud a fin de complacer el gusto pervertido de su familia y de los visitantes. Debería haberse tenido una tierna consideración con su salud. La preparación de alimentos saludables habría requerido tan sólo la mitad del gasto y del trabajo, y la comida habría sido mucho más alimenticia.
La madre, antes del nacimiento de sus hijos, con frecuencia tiene que trabajar más allá del límite de sus fuerzas. Pocas veces se disminuyen sus cargas y sus cuidados, y ese período que debería ser para ella, más que ningún otro, un tiempo de descanso, es en cambio un tiempo donde predomina la fatiga, la tristeza y la melancolía. Debido al exceso de trabajo priva a su hijo del alimento que la naturaleza ha provisto para él, y al afiebrar su sangre le proporciona una sangre de mala calidad. En esta forma priva de vitalidad a su vástago y lo despoja de su fuerza física y mental. El padre debería ver en qué forma puede hacer feliz a la madre. No debería permitirse llegar a su hogar con el ceño fruncido. Si está confundido a causa de sus negocios, no debería, a menos que fuese estrictamente necesario, comentar sus problemas con su esposa y perturbarla con tales asuntos. Ella tiene que soportar sus propias preocupaciones y pruebas, y por lo tanto habría que evitarle tiernamente toda carga innecesaria.
Es muy frecuente que la madre se encuentre con una fría reserva de parte del padre. Si las cosas no resultan tan agradablemente como él desearía, culpa a la esposa y madre, y se muestra indiferente a sus preocupaciones y sus pruebas cotidianas. Los hombres que hacen esto están trabajando directamente contra sus propios intereses y felicidad. La madre se desanima. Pierde su esperanza y su alegría. Hace sus trabajos en forma mecánica porque sabe que deben ser hechos, y esto pronto debilita su salud física y mental. Sus hijos nacen con diversas enfermedades, y Dios hace a los padres responsables en gran medida de esta situación, porque fueron sus hábitos errados los que hicieron enfermar a sus hijos que se verán obligados a sufrir durante toda la vida. Algunos viven solamente durante corto tiempo con su carga de debilidad. La madre observa ansiosamente la vida de su hijo y queda abatida por la aflicción cuando tiene que cerrar sus ojos, y con frecuencia considera que Dios es el autor de esa aflicción, cuando en realidad fueron los padres los asesinos de su propio hijo.
El padre debería recordar que la forma en que trata a su esposa antes del nacimiento de su hijo afectará la disposición de la madre durante ese período, y tendrá mucho que ver con el carácter que el niño desarrollará después de su nacimiento. Muchos padres han estado tan deseosos de obtener rápidamente propiedades que han sacrificado las consideraciones más elevadas, a tal punto que algunos hombres han descuidado criminalmente a la madre y a su hijo, y demasiado a menudo las vidas de ambos han sido sacrificadas al fuerte deseo de acumular riquezas. Muchos no sufren inmediatamente la pesada realidad de su mal procedimiento, y están dormidos en lo que atañe al resultado de su conducta. La condición de la esposa suele no ser mejor que la de una esclava, y a veces es igualmente culpable con el esposo de malgastar la salud física a fin de obtener medios para vivir a la moda. Tales personas cometen un crimen al tener hijos, porque éstos con frecuencia tendrán una salud física, mental y moral deficiente, y llevarán la marca oculta, miserable y egoísta de sus padres, y el mundo recibirá la maldición de su mezquindad.
Es el deber de hombres y mujeres actuar razonablemente en lo que atañe a su trabajo. No deberían agotar sus energías innecesariamente, porque al hacerlo no sólo acarrean sufrimiento sobre sí mismos, sino que por sus errores derraman ansiedad, hastío y sufrimiento sobre sus seres amados. ¿Qué es lo que exige tanto trabajo? La intemperancia en el comer, en el beber y el deseo de riquezas han conducido hacia este trabajo intemperante. Si se controla el apetito y si se consume únicamente un alimento sano, habrá un ahorro tan grande de dinero que los hombres y las mujeres no se sentirán obligados a trabajar más allá de sus fuerzas, violando de este modo las leyes de la salud. El deseo de acumular riquezas no es pecaminoso si en el esfuerzo realizado por lograr ese objetivo, los hombres y mujeres no se olvidan de Dios ni transgreden los últimos preceptos de Jehová que dictan el deber del hombre hacia sus semejantes, ni se colocan en una posición desde donde les resulte imposible glorificar a Dios en sus cuerpos y en sus espíritus, los cuales le pertenecen. Si en su apresuramiento por enriquecerse sobrecargan sus energías y violan las leyes de su organismo, se colocan en una condición que les impide rendir a Dios un servicio perfecto, y siguen una conducta pecaminosa. Los bienes que se adquieren en esta forma se consiguen al precio de un sacrificio inmenso.
El trabajo duro y el cuidado que produce ansiedad, con frecuencia ponen al padre nervioso, impaciente y exigente. No advierte el aspecto cansado de su esposa que ha estado trabajando con su fuerza debilitada en forma tan laboriosa como él con su mayor energía. El mismo sufre a causa de la premura de los negocios, y debido a su ansiedad por enriquecerse pierde en gran medida el sentido de su obligación hacia su familia y no aprecia con justicia la capacidad de resistencia de su esposa. Con frecuencia agranda su granja, lo que requiere la ayuda de más trabajadores, y esto necesariamente aumenta el trabajo de la casa. La esposa se da cuenta cada día de que está efectuando un trabajo mayor que sus fuerzas, y sin embargo trabaja pensando que las tareas deben realizarse. Continuamente extrae fuerzas de las reservas que pertenecen al futuro y está viviendo con un capital prestado, y en el momento cuando necesita esas fuerzas no las tiene a su disposición; y si es que no pierde su vida, su constitución queda dañada más allá de toda posibilidad de recuperación.
Si el padre tuviera conocimiento de las leyes físicas, podría comprender mejor sus obligaciones y sus responsabilidades. Vería que es culpable de casi haber asesinado a sus hijos al permitir que la madre soportase tantas cargas, al obligarla a trabajar más allá de sus fuerzas antes del nacimiento de sus vástagos, a fin de obtener los medios de vida para ellos. Luego deben cuidar a sus hijos durante su vida de sufrimiento, y con frecuencia los llevan prematuramente a la tumba, sin comprender que su conducta equivocada ha producido un resultado ineludible. Cuánto mejor habría sido proteger a la madre de sus hijos del trabajo agotador y de la ansiedad mental, permitir que los hijos heredasen constituciones sanas, y darles la oportunidad de abrirse paso en la vida sin confiar en los bienes de su padre sino en su propia fuerza y su dinamismo. La experiencia que podrían obtener en esta forma sería de más valor para ellos que las casas y los terrenos adquiridos a costa de la salud de la madre y de los hijos.
Parece perfectamente natural para algunos hombres ser ásperos, egoístas, exigentes y despóticos. Nunca aprendieron la lección del dominio propio, de modo que no están dispuestos a restringir sus sentimientos irrazonables, no importa cuáles sean las consecuencias. Tales hombres recibirán su pago al ver a sus compañeras enfermas y desanimadas, y a sus hijos llevando las peculiaridades de sus propios rasgos de carácter desagradable.
Todo matrimonio tiene el deber de evitar con cuidado el dañar mutuamente sus sentimientos. Deberían controlar toda mirada y expresión de mal humor y de ira. Deberían tener en cuenta la felicidad mutua en las cuestiones pequeñas tanto como en las grandes, y manifestar una tierna consideración mediante actos bondadosos y pequeñas cortesías. Estas cosas pequeñas no deberían descuidarse porque son tan importantes para la felicidad del marido y la esposa, como el alimento es necesario para mantener la salud física. El padre debería animar a la esposa y madre a reclinarse en el cariño de él. Las palabras bondadosas, alegres y estimulantes de aquel a quien ha confiado la felicidad de su vida serán para ella más beneficiosas que cualquier medicina; y los alegres rayos de luz que esas palabras comprensivas llevarán al corazón de la esposa y madre, reflejarán sobre el corazón del padre sus propios alegres rayos.
Es frecuente que el esposo vea a su esposa cargada de cuidados y debilidad, envejeciendo prematuramente, mientras se esfuerza por preparar comidas que sean agradables al gusto pervertido. El complace su apetito y come y bebe las comidas y bebidas preparadas a costa de mucho tiempo y trabajo; y esas comidas perjudiciales tienden a tornar nerviosos e irritables a los que las comen. La esposa pocas veces está libre de los dolores de cabeza, y los hijos sufren los efectos de comer alimentos perjudiciales, y tanto los padres como los hijos no manifiestan paciencia ni cariño. Todos sufren juntos porque la salud se ha sacrificado al apetito licencioso. El hijo, antes de su nacimiento, ha recibido como herencia la enfermedad y un apetito morboso. Y la irritabilidad, la nerviosidad y la melancolía manifestadas por la madre, constituirán los rasgos distintivos del carácter del hijo.
Si las madres pertenecientes a generaciones pasadas se hubiesen informado acerca de las leyes de su organismo, habrían comprendido que sus fuerzas físicas tanto como su tono moral y sus facultades mentales, estarían representadas en gran medida en sus hijos. Su ignorancia acerca de este tema, que tiene tantas implicaciones, es criminal. Muchas mujeres nunca deberían haber sido madres. Su sangre estaba llena de escrófula, transmitida a ellas por sus padres, y aumentada por su tosco sistema de vida. Se ha rebajado el intelecto y se lo ha esclavizado para que sirva a los apetitos animales; y los pobres hijos nacidos de esos padres han tenido que sufrir las consecuencias, y han sido de poquísima ayuda para la sociedad.
Una de las mayores causas del decaimiento de las generaciones pasadas y de las actuales ha sido que las esposas y las madres que deberían haber ejercido una influencia beneficiosa sobre la sociedad, en la elevación de las normas morales, no han influido de ese modo en la sociedad debido a la multiplicación de los cuidados domésticos, causada por la forma de cocinar a la moda pero perjudicial para la salud, y también debido a los alumbramientos demasiado frecuentes. Se ha obligado a la esposa a soportar sufrimientos innecesarios, su salud se ha quebrantado y su intelecto se ha limitado debido al gasto excesivo de sus reservas vitales. Sus hijos sufren por su debilidad, y la sociedad recibe miembros pobremente dotados por culpa de la incapacidad de la madre de educar a sus hijos para que presten aunque sea un mínimo de utilidad.
Si esas madres hubieran tenido sólo pocos hijos, y si hubieran cuidado de vivir de alimentos que preservaran la salud física y la fuerza mental, de modo que los aspectos moral e intelectual del ser predominasen sobre sus apetitos animales, habrían podido educar a sus hijos para que fuesen útiles y para que se convirtiesen en brillantes ornamentos de la sociedad.
Si los padres, miembros de las generaciones pasadas, hubiesen mantenido con firmeza el cuerpo como siervo de la mente y si no hubiesen permitido que el intelecto fuera esclavizado por las pasiones animales, en esta época habría una clase diferente de seres viviendo sobre la tierra. Y si la madre, antes del nacimiento de sus hijos, hubiera ejercido siempre dominio sobre sí misma, comprendiendo que estaba imprimiendo el sello en el carácter de las generaciones futuras, el estado actual de la sociedad no sería tan lamentable.
Toda mujer que está por ser madre, no importa en qué ambiente viva, debería estimular constantemente en sí misma una disposición feliz, gozosa y satisfecha, sabiendo que los esfuerzos que realice en ese sentido le proporcionarán diez veces más en términos de la constitución física y carácter moral de sus hijos. Y esto no es todo. Puede habituarse a tener pensamientos alegres y con esto estimular una disposición feliz en su mente a fin de reflejar sobre su familia, y sobre las personas con quienes se relaciona, su propio gozo y felicidad. Y hasta su salud física mejorará en forma notable. Las fuentes de la vida recibirán una nueva fuerza, la sangre no circulará con lentitud, como sería el caso si tuviese que ceder al desánimo y la melancolía. Su salud mental y moral se vigoriza por la alegría imperante en su estado de ánimo. Mediante la fuerza de voluntad es posible resistir las impresiones negativas de la mente, y con esto se ejercerá una notable acción sedante sobre los nervios. Los hijos que han sido privados de la vitalidad que deberían haber heredado de sus padres deberían recibir el mayor cuidado. Su condición puede mejorarse notablemente si se presta cuidadosa atención a las leyes que gobiernan su organismo.
El período durante el cual los niños reciben su alimentación de la madre es decisivo. Muchas madres, mientras amamantaban a sus hijos, se han visto obligadas a trabajar en exceso y a afiebrar su sangre en la cocina; y esto ha afectado seriamente al lactante, no sólo mediante un alimento afiebrado del pecho materno; también su sangre ha sido envenenada por el régimen alimenticio perjudicial de la madre que ha afiebrado todo su organismo y por lo tanto ha afectado el alimento que recibe el niño. El niño también será afectado por el estado mental de la madre. Si ella se siente infeliz, si se altera fácilmente, si es irritable y si tiene arranques de ira, el alimento que el niño reciba de su madre estará inflamado, y con frecuencia producirá cólicos y espasmos, y en algunos casos provocará convulsiones y accesos.
También el carácter del niño es afectado en mayor o menor grado por la naturaleza del alimento que recibe de la madre. Cuán importante es entonces que la madre, mientras alimenta al hijo, mantenga un estado de felicidad mental y controle perfectamente su espíritu. Al hacer esto no perjudicará el alimento del niño, y el trato calmado y sereno que la madre dará a su hijo contribuirá en gran medida a modelar su mente. Si el hijo es nervioso y se altera fácilmente, los modales cuidadosos y calmos de la madre ejercerán una influencia sedante y correctora, y la salud del niño podrá mejorar notablemente.
Hay niños que han sido muy afectados a causa de un trato indebido. A los niños irritables suele dárseles comida para mantenerlos tranquilos, cuando, en la mayoría de los casos la razón de su irritabilidad es precisamente el exceso de comida y el perjuicio recibido por los hábitos errados de la madre. La mayor cantidad de alimentos empeora la situación porque el estómago ya está recargado.
Por lo general se enseña a los niños desde la cuna a complacer el apetito, y se les inculca la idea de que viven para comer. La madre tiene mucho que ver con la formación del carácter de sus hijos durante la infancia. Puede enseñarles a dominar su apetito, o bien puede enseñarles a complacerlo y a convertirse en glotones. La madre a menudo traza sus planes para realizar cierta cantidad de trabajo durante el día, y cuando los niños la molestan, en lugar de tomar tiempo para suavizar sus pequeñas aflicciones y apartar su atención de ellas, les da algo para comer a fin de mantenerlos tranquilos, y con esto consigue su propósito durante un tiempo, pero a largo plazo empeora la situación. El estómago de los niños está recargado de comida cuando no la necesita. Todo lo que se hubiera requerido habría sido un poco de tiempo y de atención de la madre. Pero ella consideraba su tiempo demasiado precioso para dedicarlo a entretener a sus hijos. Tal vez el arreglo elegante de la casa para recibir la alabanza de los visitantes, y la preparación de los alimentos según la moda, son considerados por ella de más importancia que la felicidad y la salud de sus hijos.
La intemperancia en la comida y en el trabajo debilita a los padres, suele ponerlos nerviosos y los descalifica para cumplir debidamente su deber con sus hijos. Padres e hijos se reúnen tres veces al día alrededor de una mesa cargada con una variedad de alimentos preparados a la moda. Hay que probar los méritos de cada plato. Tal vez la madre ha trabajado hasta quedar afiebrada y exhausta, y no estaba en condiciones de tomar ni el alimento más sencillo antes de haber descansado. Un alimento tal, preparado a costa de tanto sacrificio, era enteramente inadecuado para ella en ése y en cualquier otro momento, pues recarga los órganos digestivos, en especial cuando la sangre está afiebrada y el organismo exhausto. Los que han insistido de este modo en violar las leyes que gobiernan su cuerpo, se han visto obligados a pagar la penalidad en algún momento de su vida.
Existen amplias razones que explican que haya tantas mujeres nerviosas en el mundo y que sufren de dispepsia con su estela de males. La causa ha sido seguida por el efecto. A las personas intemperantes les resulta imposible ser pacientes. Primero deben reformar los malos hábitos y vivir en forma saludable, y después de esto no encontrarán difícil ser pacientes. Al parecer muchas personas no comprenden la relación que hay entre la mente y el cuerpo. Si el organismo es perturbado a causa del alimento impropio, el cerebro y los nervios quedan afectados de tal modo que hasta las cosas pequeñas molestan a los que padecen de este mal. Las pequeñas dificultades son para ellos problemas enormes. Esta clase de individuos está incapacitada para educar debidamente a sus hijos. En su vida primarán las actitudes extremas: algunas veces serán muy indulgentes y en cambio otras serán severos y condenarán pequeñeces que no merecían ninguna atención.
La madre con frecuencia ordena a sus hijos que se retiren de su presencia porque piensa que no puede soportar el ruido ocasionado por sus alegres juegos. Pero al no tener los ojos de la madre sobre ellos para aprobarlos o desaprobarlos en el momento oportuno, suelen presentarse molestas dificultades entre los hijos. Una palabra de la madre bastaría para restablecer la calma. Los niños se cansan pronto y desean un cambio, de modo que se van a la calle en busca de diversión y de este modo los niños de mente pura e inocente son inducidos a ponerse en contacto con malas compañías, y las conversaciones malignas susurradas en sus oídos corrompen sus buenas maneras. Es frecuente que la madre ignore cuáles son los intereses de sus hijos hasta que es sacudida dolorosamente por la manifestación del vicio. Las semillas del mal fueron sembradas en sus mentes jóvenes, anunciando una abundante cosecha. La madre luego se admira de que sus hijos estén tan inclinados hacia el mal. Los padres deberían comenzar a tiempo a poner en la mente de sus hijos los principios buenos y correctos. La madre debería pasar con sus hijos tanto tiempo como sea posible, y debería sembrar semillas preciosas en sus corazones.
El tiempo de la madre pertenece en forma especial a sus hijos. Ellos tienen derecho a su tiempo como ninguna otra persona puede tenerlo. En muchos casos las madres han descuidado disciplinar a sus hijos porque esto requeriría mucho de su tiempo, y ellas piensan que ese tiempo deberían emplearlo en la cocina o en la confección de su propia ropa o la de sus hijos siguiendo los dictados de la moda, para estimular el orgullo en sus tiernos corazones. Con el fin de mantener tranquilos a sus hijos les dan bizcochos o caramelos a casi cualquier hora del día, de modo que sus estómagos están repletos de cosas perjudiciales en períodos irregulares. Sus rostros pálidos dan testimonio de esto e indican que sus madres están haciendo todo lo que pueden por destruir las fuerzas vitales restantes de sus pobres hijos. Los órganos digestivos están constantemente recargados y no se les proporciona descanso. El hígado se vuelve inactivo, la sangre se torna impura, y los niños enferman y se ponen irritables porque son verdaderas víctimas de la intemperancia, y así les resulta imposible tener paciencia.
Los padres se admiran de que sus hijos sean más difíciles de dominar de lo que solían ser, cuando en la mayor parte de los casos su propia conducta criminal es la responsable de esta situación. La calidad de los alimentos que ponen en sus mesas, y que animan a sus hijos a comer, está excitando continuamente sus pasiones animales y debilitando sus facultades morales e intelectuales. Muchísimos niños son convertidos en dispépticos infelices en sus tiernos años por la conducta inadecuada que sus padres han seguido con respecto a ellos en su infancia. Los padres tendrán que rendir cuenta a Dios por haber tratado así a sus hijos.
Muchos padres no enseñan a sus hijos lecciones de dominio propio. Gratifican su apetito y desde su infancia forman en ellos el hábito de comer y de beber siguiendo los dictados de sus deseos. Esa misma tendencia la llevarán a su juventud. Sus deseos no han sido restringidos, y a medida que crezcan no sólo complacerán los hábitos comunes de intemperancia, sino que la complacencia se extenderá hacia otras áreas. Elegirán sus propios compañeros aunque éstos estén corrompidos. No soportarán las restricciones establecidas por sus padres. Darán rienda suelta a sus pasiones corrompidas y tendrán poquísima consideración por la pureza o la virtud. Esta es la razón por la cual hay tan poca pureza y dignidad moral entre los jóvenes de estos días, y constituye la gran causa por la que hombres y mujeres se sienten tan poco obligados a obedecer la ley de Dios. Algunos padres carecen de control sobre sí mismos. No dominan sus apetitos morbosos ni sus temperamentos iracundos, y por lo tanto no pueden educar a sus hijos acerca de la negación del apetito ni enseñarles el dominio de sí mismos.
Muchas madres piensan que no tienen tiempo para instruir a sus hijos, y para quitarlos de en medio y librarse de sus ruidos y de las molestias que causan, los envían a la escuela. El aula es un lugar muy riguroso para los niños que han heredado constituciones débiles. Las aulas por lo general no se han construído teniendo en cuenta la salud, sino la economía. Las habitaciones no se han dispuesto de tal modo que puedan ventilarse en la forma debida sin exponer a los niños a contraer graves resfríos. Y los asientos pocas veces se han construído para que los niños se sienten cómodamente y mantengan sus pequeños esqueletos en crecimiento en una posición adecuada con el fin de asegurar el funcionamiento saludable de los pulmones y el corazón. El esqueleto del niño que crece puede adoptar casi cualquier forma, y mediante el ejercicio debido y la posición adecuada del cuerpo puede adquirir la forma correcta. Es dañino para la salud y la vida de los niños el sentarse en el aula sobre bancos duros y mal construidos de tres a cinco horas por día, respirando el aire impuro y viciado por la respiración de muchas personas. Los débiles pulmones son afectados, el cerebro, que proporciona la energía nerviosa para todo el organismo, se debilita porque se lo somete a una ejercitación activa antes que la fuerza de los órganos mentales esté lo suficientemente madura como para soportar la fatiga.
En el aula se ha colocado ineludiblemente el fundamento de diversas enfermedades. Pero en especial el órgano más delicado de todos, el cerebro, con frecuencia ha sido dañado permanentemente por habérselo sometido a una ejercitación excesiva. Esto ha provocado a menudo inflamación, hidropesía de la cabeza, y convulsiones con sus temibles resultados. Y en esta forma se ha sacrificado la vida de muchos niños a causa del proceder de madres ambiciosas. De los niños que al parecer han tenido una constitución lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a esas condiciones, hay muchísimos que soportan sus efectos durante toda la vida. La energía nerviosa del cerebro se debilita tanto, que después de llegar a la madurez es imposible para ellos soportar mucho trabajo mental. Parecería que se ha agotado la fuerza de algunos de los delicados órganos del cerebro.
Y no sólo se ha dañado la salud física y mental de los niños por habérselos enviado a la escuela a una edad demasiado tierna, sino que también han salido perdedores desde el punto de vista moral. Han tenido oportunidad de relacionarse con niños de modales no cultivados. Se los colocó en la compañía de muchachos vulgares y ásperos, que mienten, juran, roban y engañan, y que se complacen en impartir su conocimiento del vicio a los que son más jóvenes que ellos. Y así se permite que los niños aprendan lo malo con más facilidad que lo bueno. Los malos hábitos concuerdan mejor con el corazón natural, y las cosas que ven y oyen en su infancia y en su niñez se graban profundamente en sus mentes; la mala semilla sembrada en sus jóvenes corazones se arraiga y con el tiempo llegará a convertirse en agudas espinas que herirán los corazones de sus padres.
Durante los primeros seis o siete años de la vida del niño hay que prestar atención especial a su educación física antes que a su intelecto. Después de este período, si la constitución física es buena habría que atender a su educación física e intelectual. La infancia se extiende hasta la edad de seis o siete años. Durante ese período los niños deberían dejarse libres como los corderitos para que corran por los alrededores de la casa y los patios impulsados por la animación de su estado de ánimo, saltando y brincando, libres de toda preocupación y problema.
Los padres, y especialmente las madres, deberían ser los únicos maestros de las mentes de los niños en esa edad. No deberían educarlos basándose en los libros. Por regla general los niños son lo bastante curiosos como para aprender las cosas directamente de la naturaleza. Formularán preguntas acerca de las cosas que ven y que oyen, y los padres deberían aprovechar la oportunidad de instruirlos y de contestar pacientemente esas pequeñas preguntas. En esta forma pueden tomar ventaja al enemigo y fortalecer las mentes de sus hijos al sembrar buenas semillas en sus corazones sin dejar lugar para que arraigue el mal. Las amorosas instrucciones de las madres impartidas a una tierna edad es lo que los niños necesitan en la formación de su carácter.
La primera lección importante que deben aprender los niños consiste en el dominio debido del apetito. Las madres tienen el deber de atender las necesidades de sus hijos apaciguando sus emociones y distrayendo sus mentes de lo que los aflige, en vez de darles alimentos, enseñándoles así que la comida es el remedio para los males de la vida.
Si los padres hubiesen vivido en forma saludable, si hubiesen estado satisfechos con un régimen sencillo, habrían ahorrado muchos gastos. El padre no habría estado obligado a trabajar más allá del límite de sus fuerzas a fin de satisfacer las necesidades de su familia. Un régimen nutritivo y sencillo no habría influido para excitar indebidamente el sistema nervioso y las pasiones animales, produciendo mal humor e irritabilidad. Si el niño consumiera únicamente alimentos sencillos, tendría la cabeza despejada, los nervios firmes y el estómago sano; y por tener un organismo en buenas condiciones, no padecería de inapetencia; y con todo esto, la generación actual estaría en una condición mucho mejor que la que tiene ahora. Pero aun ahora, en este período tardío, es posible hacer algo para mejorar nuestra condición. La temperancia en todas las cosas es necesaria. Un padre temperante no se quejará si no tiene una gran variedad de alimentos en la mesa. La manera sana de vivir mejorará la condición de la familia en todo sentido, y permitirá que la esposa y madre tenga tiempo para dedicarlo a sus hijos. Los padres deberían estudiar detenidamente en qué forma pueden preparar mejor a sus hijos a fin de que sean útiles en este mundo y sean idóneos para el cielo. Deberían contentarse con que sus hijos tengan vestidos limpios, sencillos, pero cómodos, libres de bordados y adornos. Deben trabajar seriamente para conseguir que sus hijos posean los adornos interiores, el ornamento de un espíritu humilde y sereno, lo cual tiene un gran valor a la vista de Dios.
Antes de que el padre cristiano salga de su casa para ir a su trabajo, debe reunir a su familia junto a él y arrodillarse delante de Dios para encomendarla al cuidado del Pastor principal. Luego debe ir a trabajar con el amor y la bendición de su esposa, y con el amor de sus hijos, que le alegrarán el corazón durante las horas de labor. Y esa madre que ha comprendido cuál es su deber, se hace cargo de las obligaciones que descansan sobre ella con respecto a sus hijos en ausencia del padre. Sentirá que vive para su esposo y para sus hijos. Al enseñar correctamente a sus hijos, al inculcarles hábitos de temperancia y de dominio propio, y al enseñarles su deber hacia Dios, los está preparando para que lleguen a ser útiles en el mundo, para que eleven las normas morales de la sociedad, y para que reverencien y obedezcan la ley de Dios. La madre piadosa instruirá a sus hijos con paciencia y perseverancia, dándoles línea sobre línea y precepto sobre precepto, no en una forma áspera y apremiante, sino atrayéndolos hacia ella con amor y ternura. Ellos prestarán atención a las lecciones de amor, y escucharán gozosamente sus palabras de instrucción.
En lugar de hacer salir a sus hijos de su presencia para que no la molesten con su ruido, y para que no la fastidien pidiéndole una cantidad de cosas, ella sentirá que la mejor forma de emplear su tiempo será serenando sus mentes inquietas con algún entretenimiento o con algún trabajo liviano que puedan hacer con gozo. La madre será ampliamente recompensada por sus esfuerzos y por el tiempo que invierte entreteniendo a sus hijos.
A los niños pequeños les agrada tener compañía. Por lo general no disfrutan estando solos, y por esta razón la madre debería comprender que en muchos casos el lugar para sus hijos, cuando están en la casa, es la habitación donde ella se encuentra. Así ella podrá observarlos y zanjar las pequeñas diferencias que surgen entre ellos cuando se lo pidan, y corregir los malos hábitos o las manifestaciones de egoísmo o de ira; de este modo podrá imprimir a sus mentes un giro en la dirección correcta. Los niños piensan que a la madre le agrada aquello con lo que ellos disfrutan, y les parece perfectamente natural consultar a su madre acerca de los pequeños problemas que los confunden. Y la madre no debería herir el corazón de sus hijos sensibles tratando sus intereses con indiferencia o rehusando molestarse con tales asuntos de poca monta. Lo que puede parecer pequeño a la madre puede ser muy importante para ellos. Y una palabra de consejo o de advertencia dada en el momento oportuno con frecuencia resultará de gran valor. Una mirada de aprobación, una palabra de ánimo y de alabanza de la madre a menudo serán como un rayo de luz en sus tiernos corazones durante todo el día.
La primera educación que los hijos deberían recibir de su madre en la infancia es la relativa a su salud física. Deberían recibir solamente alimentos sencillos, de la calidad adecuada para conservar su salud en la mejor condición, y deberían tomarlos únicamente a horas regulares, no más de tres veces por día; y aun dos comidas serían mejor que tres. Si se disciplina debidamente a los hijos, pronto aprenderán que no conseguirán nada llorando o irritándose. Una madre juiciosa obrará para educar a sus hijos, no sólo en lo que atañe a su comodidad presente sino también a su bien futuro. Y para lograrlo les enseñará la importante lección del dominio del apetito y de la abnegación, con el fin de que puedan comer, beber y vestirse teniendo en cuenta los mejores intereses de la salud.
Una familia bien disciplinada que ame y obedezca a Dios, tendrá una disposición gozosa y feliz. Cuando el padre regrese de su trabajo diario no llevará sus perplejidades al hogar. Comprenderá que el hogar y el círculo de la familia son demasiado sagrados para malograrlos con preocupaciones infelices. Cuando salió de su hogar no dejó atrás a su Salvador y su religión. Ambos fueron sus compañeros. La dulce influencia de su hogar, la bendición de su esposa y el amor de sus hijos, alivianan sus cargas de modo que regresa con paz en el corazón y con palabras de gozo y de ánimo para la esposa y los hijos, quienes lo esperan para darle gozosamente la bienvenida. Cuando se arrodilla con su familia en el altar de la oración, para ofrecer su agradecimiento a Dios por su cuidado protector derramado sobre él y sobre sus seres amados durante todo el día, los ángeles de Dios están en la habitación y llevan al cielo las fervorosas oraciones de los padres que temen a Dios, como un suave incienso, las cuales son contestadas por medio de nuevas bendiciones.
Los padres deberían enseñar a sus hijos que es pecado dar satisfacción al gusto con perjuicio del estómago. Deberían inculcarles que al violar las leyes que rigen el organismo pecan contra su Creador. No será difícil gobernar a los niños que han sido educados en esa forma. No tendrán estados de ánimo cambiantes, no serán irritables, y estarán en una condición mucho mejor para disfrutar de la vida. Esos hijos comprenderán con más rapidez y claridad cuáles son sus obligaciones morales. Los hijos a quienes se ha enseñado a someter su voluntad y sus deseos a sus padres, estarán mejor dispuestos a entregar sin dilación su voluntad a Dios, y se dejarán controlar por el Espíritu de Cristo. La razón por la que tantas personas que pretenden ser cristianas tienen numerosas pruebas que mantienen afligida a la iglesia, se debe a que no han sido enseñadas correctamente en su infancia y a que se permitió que ellas mismas formaran en buena medida su carácter. Sus malos hábitos y su disposición peculiar y desagradable no fueron corregidos. No se les enseñó a someter su voluntad a la de sus padres. Toda su experiencia religiosa es afectada por la educación que recibieron en su niñez. No fueron dominados a su debido tiempo. Crecieron sin disciplina, y ahora, en su experiencia religiosa les resulta difícil someterse a la sencilla disciplina enseñada en la Palabra de Dios. Por lo tanto los padres deberían comprender la responsabilidad que tienen de educar a sus hijos en lo que se refiere a su experiencia religiosa.
Los que consideran el matrimonio como una ordenanza sagrada de Dios, resguardada por su santo precepto, serán controlados por los imperativos de la razón. Considerarán cuidadosamente el resultado del privilegio conferido por la relación marital. Tales personas sentirán que sus hijos son joyas preciosas encomendadas a su cuidado por Dios, para que quiten de sus naturalezas mediante la disciplina la superficie áspera a fin de que aparezca su brillo. Se sentirán bajo la obligación más solemne de formar su carácter de tal modo que hagan el bien en la vida, que bendigan a otros con su luz, que el mundo llegue a ser mejor por el hecho de haber vivido ellos en él, y que finalmente estén capacitados para participar de la vida superior, del mundo mejor, a fin de brillar para siempre en la presencia de Dios y del Cordero.—How to Live 2:25-48.
Mensajes Selectos Tomo 2, p. 482
Pensamiento de hoy
- Elena G. White
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