UN CALUROSO Y SOFOCANTE día de 1505, un joven estudiante de Derecho llamado Martín Lutero avanzaba con dificultad por un camino lleno de hoyos que llevaba al pueblo alemán de Stotterheim. Súbitamente, nada que lo anunciara, el cielo se encapotó, se levantó una ráfaga de viento que se abría paso entre los árboles y una lluvia torrencial descargó su furia sobre el solitario viajero. Los truenos sacudían la campiña y cerca de él cayó un rayo surgido de los negros nubarrones, dejando a Lutero tambaleándose.
Aterrado por el pensamiento de que había sido derribado por el Todopoderoso, Lutero invocó en voz alta a su patrona: «¡Santa Ana, ayúdamel ¡Me haré monjel».
Ni el enfurecido padre de Lutero ni los convincentes argumentos de sus amigos consiguieron hacer que cambiara de opinión, y dos semanas después entró en un monasterio de la Orden de Ermitaños de San Agustín para hacerse monje.
Allí enseñaron a Lutero a temer a lo que se le decía que eran «los demonios que lo rodeaban» y a temer a Dios. Al ahondarse su conciencia de pecado y de culpa, se dispuso celosamente a librarse del pecado y a salvar su alma mediante sus propias buenas obras.
En su búsqueda de la aprobación de Dios, no rehuyó ningún sacrificio, ya fuese dolor físico o angustia mental. Más tarde diría: «Era un buen monje […]. Si alguna vez un monje llegó al cielo por su monasticismo, habría sido yo […]. Si hubiera seguido más tiempo, me habría matado a vigilias, con la lectura y otras labores».
Sin embargo, a pesar de sus rigurosos esfuerzos por satisfacer lo que creía que era un Dios encolerizado, nunca le pareció que el debe y el haber pudieran cuadrarse. Cuanto más empeño ponía, más pecador se sentía. La paz interior y la tranquilidad lo eludían. Le parecía que no podía hacer lo bastante para merecer el perdón y el favor de Dios.
Lutero concluyó por fin que, si el perdón se basaba en su propia conducta y sus buenas obras, era un hombre perdido.
Luego se volvió a la iglesia, que prometía perdón por medio de indulgencias, penitencias y donaciones. Cuando los monasterios agustinos lo seleccionaron para encabezar una delegación a Roma en 1510, ¡Lutero no cabía en sí de alegría! Ninguna ciudad de la tierra contaba con tantas santas reliquias o indulgencias espirituales. Aprovechó la ocasión de ganarse el mérito que tan desesperadamente necesitaba y de obtener la paz que anhelaba.
Dijo: «En Roma fui un santo frenético. Recorrí todas las iglesias y las catacumbas […]. Celebré varias misas […] y casi lamenté que mis padres siguieran vivos, porque me habría gustado redimirlos del Purgatorio con mis misas y otras buenas obras y oraciones».
Lutero estaba decidido a ganarse todo el mérito que pudiera mientras estaba en Roma, y una de las cosas que hizo fue ascender la escalera de Pilato arrodillado y con las manos en el suelo; algo que la gente sigue haciendo hoy, repitiendo el Padrenuestro en cada uno de sus 28 escalones y besando cada uno mientras asciende.
No obstante, mientras subía la escalera, seguía volviendo a él un pensamiento perturbador: ¿Era este un medio válido de perdón? ¿Podía una persona ganar la salvación subiendo esa escalera? En lo alto de la escalera, Lutero creyó oír una voz atronadora que le decía: «El justo vivirá por la fe». Este fue el comienzo del drástico cambio de Lutero en su teología de la salvación.
Esta persistente duda acompañó a Lutero de vuelta al monasterio en Alemania, donde escudriñó la Biblia como nunca antes, decidido a encontrar la respuesta a esta pregunta: ¿Cómo se salva una persona?
Para su asombro, al estudiar la Palabra de Dios, Lutero no encontró prueba alguna de que hubiera que poner más empeño o de ganar méritos para hacerse justo. Halló, más bien, la buena nueva de que ¡la salvación es gratuita!
Al estudiar el libro de Romanos, Lutero encontró el texto que tranquilizaría para siempre su mente agitada: «El justo vivirá por la fe» (Romanos 1: 17; ver Habacuc 2: 4). ®
Tomado del Revista Prioridades, «1517-2017 500 años de la Reforma Protestante», pag 10.
Pensamiento de hoy
- Elena G. White
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