A un grupo de estudiantes de medicina se le asignó el estudio de un
cadáver para su clase de anatomía. Se reunieron en el laboratorio donde
se hallaba el cadáver y comenzaron a discutir el problema que tenían
por delante.
- – Se ve sumamente pálido observó el primer estudiante.
-Y no hace más que estar ahí acostado, sin hacer nada agregó el
segundo. - – No cabe duda de que no hace suficiente ejercicio como para mantensrse
sano opinó el tercero. - – Se me ocurre que nuestro primer objetivo debiera ser levantarlo y
hacerlo caminar para activar su circulación-, concluyó el cuarto.
Así que trataron de convencer al cadáver acerca de su necesidad de
levantarse y hacer ejercicios, pero él sólo permaneció en la mesa, inmóvil
y frío, a pesar de todo lo que los alumnos dijeran o hicieran.
¡Por supuesto que esta es sólo una parábola! ¡Ustedes ya lo adivinaron!
Pero valiéndonos de esta analogía bastante repulsiva, para fraseemos
la tesis: “Un cadáver yace sobre la mesa porque está muerto.
No está muerto porque yace sobre la mesa”. La conducta típica de un
cadáver resulta del hecho de estar muerto: no es la causa de su muerte.
Espiritualmente, todos nacemos muertos. En Efesios 2:1 Pablo habla acerca
de estar “muertos en… delitos y pecados”. Las acciones pecaminosas
que comenten los pecadores sólo son el resultado de su condición, no la
causa de ella.
¡Con esto no quiero decir que no sea malo pecar! Sólo quiero afirmar
que no es el acto de pecar lo que nos hace pecadores. Si en este momento
se terminara para nosotros toda acción pecaminosa, ¿nos transformaría
esto en personas justas? No, sólo llegaríamos a ser individuos de bajo
comportamiento.
En El Deseado de todas las gentes, página 13 leemos: “El pecado
tuvo su origen en el egoísmo”. Meditemos en esta declaración durante
algunos minutos. Lucifer había sido honrado por encima de todos los
ángeles del cíelo. Era el más encumbrado de todos los seres creados.
Pero en lugar de seguir en pos de Dios, en lugar de procurar la comunión con él, en lugar de colocar la gloria y el honor divinos como su
blanco más elevado, Lucifer comenzó a preocuparse por su propia gloria.
El pecado de Satanás no comenzó con el robo de las manzanas del
árbol prohibido. Comenzó con la actitud egoísta de glorificar a la criatura
antes que al Creador.
El hecho de que no se puede buscar simultáneamente la gloria de
Dios y la gloria propia, es una ley universal. El primero de los tres ángeles
de Apocalipsis 14 aparece con un mensaje que debe darse a toda
nación, y tribu, y lengua, y pueblo: “Temed a Dios y dadle gloria” (vers.
7). La obra del Evangelio no tiene lugar para la gloria del hombre. La
justificación por la fe “es la obra de Dios que abate en el polvo la gloria
del hombre, y hace por el hombre lo que éste no puede hacer por sí
mismo”. – Testimonios para los ministros, pág. 456. La acción de adorarnos
a nosotros mismo en lugar de adorar a Dios es la causa de todos
los pecados que siguen.
Una persona de voluntad fuerte puede ser capaz de controlar su conducta.
Pero ni siquiera el individuo más fuerte es capaz de cambiar su
condición pecaminosa. “Es imposible que escapemos por nosotros mismos
del hoyo de pecado en el que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no lo podemos cambiar”. – El camino a Cristo, pág. 18.
Cualquier cambio externo que logremos, separados de Cristo, sólo
hará que se exalte la gloria propia y que la gloria de Dios se postre en el
polvo. Y terminamos cada vez más alejados de la vida en Cristo que se
nos ofrece mediante la relación y la comunión con él.
Un cadáver se puede lavar y arreglar y vestir con la ropa más elegante.
No se le puede culpar de ninguna acción equivocada. Hasta se le
puede llevar a la iglesia. ¡Pero sigue siendo un cadáver! Sólo una vida
nueva del interior, dada por Dios, tiene la virtud de producir el cambio
de muerte a vida. Esa vida nueva se recibe mediante la comunión con él.
“Porque la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley
del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2).
Pensamiento de hoy
- Elena G. White
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